Las Brujas de Salem: el eco oscuro de la histeria colectiva
Lo que empezó con unas pocas niñas acusando a sus vecinas de practicar hechicería terminó con más de 200 personas señaladas y 20 ejecutadas.
En 1692, en un pequeño poblado puritano de Nueva Inglaterra llamado Salem, comenzó una de las historias más escalofriantes y simbólicas de la persecución y el miedo colectivo: los juicios por brujería. Lo que empezó con unas pocas niñas acusando a sus vecinas de practicar hechicería terminó con más de 200 personas señaladas y 20 ejecutadas.
Tres siglos después, el nombre “Salem” sigue evocando superstición, injusticia y el poder devastador del fanatismo.
El contexto: fe, miedo y superstición
Salem, en el siglo XVII, era un pueblo profundamente religioso. Sus habitantes, puritanos ingleses, creían que el demonio acechaba en cada esquina, esperando tentar a los fieles. Vivían bajo estrictas normas morales: la música, los bailes o los adornos eran considerados pecaminosos. Cualquier desviación del comportamiento esperado podía ser vista como una señal del mal.
A eso se sumaban tensiones sociales y políticas: disputas por tierras, rivalidades entre familias, conflictos entre Salem Village (rural y pobre) y Salem Town (comercial y más próspera). En ese ambiente de sospecha, bastó una chispa para encender una hoguera metafórica que terminaría consumiendo a todo el pueblo.

El origen del pánico
El invierno de 1692 fue especialmente duro. En la casa del reverendo Samuel Parris, su hija Betty, de nueve años, y su sobrina Abigail Williams, de once, comenzaron a comportarse de manera extraña: se retorcían, gritaban, lanzaban objetos y decían ver figuras espectrales. Los médicos no encontraron explicación física y diagnosticaron lo impensable: “maleficio”.
El rumor se extendió rápidamente. Las niñas afirmaban que el diablo las estaba atormentando y que otras mujeres del pueblo lo ayudaban. Entre las primeras acusadas estuvieron Tituba, una esclava caribeña del reverendo Parris; Sarah Good, una mendiga; y Sarah Osborne, una mujer mayor que no asistía a la iglesia. Las tres fueron arrestadas y sometidas a interrogatorio.
Bajo presión, Tituba confesó haber hecho un pacto con el diablo y haber visto a otras personas firmar su libro. Sus palabras fueron el combustible perfecto para el incendio que se avecinaba: si había brujas entre ellos, había que descubrirlas a toda costa.
Los juicios: histeria en nombre de Dios
Pronto, las acusaciones se multiplicaron. Vecinos denunciaban a vecinos, familias se rompían, y cada gesto era interpretado como una señal de brujería: un animal enfermo, una cosecha fallida o un comentario fuera de lugar bastaban para despertar sospechas.
Las “víctimas” de los supuestos hechizos sufrían ataques públicos en los que decían ver los espectros de las brujas. Los tribunales consideraban esos testimonios como “evidencia espectral”, es decir, pruebas basadas en visiones o sueños. Era imposible defenderse de algo así.
Entre junio y septiembre de 1692, el Tribunal Especial de Oyer and Terminer condenó a diecinueve personas a la horca —catorce mujeres y cinco hombres—, y una más fue aplastada con piedras por negarse a declarar: Giles Corey, un anciano de más de ochenta años que respondió a sus inquisidores con una frase que pasaría a la historia: “Más peso.”

Los rostros de la tragedia
Algunas de las historias individuales son especialmente conmovedoras.
- Rebecca Nurse, una mujer de 71 años, era conocida por su piedad y generosidad. Aun así, fue acusada por sus propios vecinos y ejecutada.
- Martha Corey, esposa del anciano Giles, también fue ahorcada, aunque hasta el último momento proclamó su inocencia.
- Incluso Tituba, cuya confesión había iniciado la cacería, fue encarcelada durante meses, aunque finalmente sobrevivió gracias a que alguien pagó su fianza.
La mayoría de las acusadas eran mujeres que no encajaban con el modelo puritano: viudas, pobres, o mujeres con opiniones fuertes. En ese sentido, los juicios reflejaron no solo el miedo al demonio, sino también el miedo al poder femenino y a la independencia dentro de una sociedad patriarcal y rígida.

El fin de la locura
Con el paso de los meses, el caos se volvió insostenible. Las cárceles estaban llenas, las familias arruinadas y hasta figuras respetadas comenzaron a ser acusadas. El gobernador de Massachusetts, William Phips, finalmente disolvió el tribunal en octubre de 1692, al ver que la situación se había salido de control.
En mayo de 1693, todos los acusados restantes fueron liberados. Los juicios fueron declarados nulos, pero el daño ya estaba hecho. Las familias de las víctimas tardarían años en recibir una disculpa oficial y compensaciones. En 1702, la Corte de Massachusetts reconoció que los juicios habían sido un error trágico; y en 1957, más de dos siglos después, se aprobó una resolución que rehabilitó oficialmente a todas las personas condenadas injustamente.
El legado de Salem
El caso de las brujas de Salem trascendió su época. Se convirtió en símbolo de la histeria colectiva, de cómo el miedo puede corromper la justicia y transformar a una comunidad en su propio enemigo.
La literatura y el arte lo rescataron como metáfora de persecuciones ideológicas. El dramaturgo Arthur Miller, por ejemplo, escribió Las brujas de Salem (The Crucible) en 1953, utilizando los juicios como una alegoría del macartismo en Estados Unidos, cuando cientos de artistas e intelectuales fueron acusados de comunistas sin pruebas.
Hoy, Salem es un lugar muy distinto: un destino turístico que celebra la figura de la bruja como símbolo de libertad y poder femenino. Sus calles están llenas de museos, tiendas esotéricas y homenajes a las víctimas. Cada octubre, durante Halloween, miles de personas visitan el pueblo para honrar esa memoria y reconciliar la historia con la magia que alguna vez fue demonizada.
Reflexión final
Las brujas de Salem nos recuerdan que el miedo puede ser tan destructivo como cualquier hechizo. Lo que ocurrió en 1692 no fue obra del diablo, sino de los humanos: del fanatismo, la ignorancia y la necesidad de encontrar culpables cuando la realidad se vuelve insoportable.
A más de trescientos años, esas voces ahogadas aún resuenan entre las brumas de Massachusetts, recordándonos que cada vez que se condena sin pruebas, que se señala al diferente o que se persigue lo incomprendido, el espíritu de Salem vuelve a despertar.